domingo, 21 de septiembre de 2014

Capitulo 99

Paula se puso la chaqueta
encima de la camisa mientras se
preparaba para salir del apartamento
de Pedro. Este no se iba a poner muy
contento cuando la viera entrar en la
oficina. Se había ido esa mañana y le
había dejado claras instrucciones de
que se quedara en casa, en la cama, y
descansara.

Pedro pensaba que se estaba
enfermando, que el día anterior solo
había sido el preludio de un resfriado
o de un virus estomacal.

Paula se había pasado la mayor
parte del día atontada por el miedo y
la impresión. Se había asustado tanto
que no había podido siquiera pensar
en cuál sería la mejor decisión, y el
tiempo seguía corriendo. Era viernes
y Charles esperaba que le soplara la
información para el fin de semana.
Tenía el estómago hecho un nudo.
Estaba de los nervios mientras bajaba
para montarse en el coche que la
llevaría a la oficinas de HCM. Su
oficina.

Había sopesado todas sus opciones y
la única que le servía era ir hasta
Pedro, decirle toda la verdad, y
esperar a que él se pudiera ocupar
del asunto. Traicionarlo no era una
opción. No tenía ni idea del futuro
que ambos tenían juntos, pero ya iba
siendo hora de que se encargaran
ellos mismos de la situación y se lo
contaran a Gonzalo. De esa forma
Charles perdería todo el poder que
tuviera.

La noche anterior se había dejado la
parte superior del pijama puesta
incluso tras meterse en la cama con la excusa de que tenía frío.
En realidad, no había querido que
Pedro viera los moratones que tenía
en el brazo de cuando Charles la
había agarrado. Se habría
percatado de ello con toda seguridad,
y ella habría tenido que darle una
explicación antes de haber tenido
tiempo para organizar su propia
cabeza y de haber tomado finalmente
una decisión.

Se acarició el brazo por
encima de la chaqueta de cuero, y se
mordió el labio de forma pensativa
mientras el coche se desplazaba entre
el tráfico de mediodía.
Aún hacía un frío intenso, pero no
había nevado. Ni siquiera aguanieve.
Pero hacía frío, el cielo estaba gris y
repleto de nubes y además parecía
estar preparado para comenzar a
llover en cualquier momento.

Cuando el chófer se paró frente al
edificio, Paula se bajó y se
apresuró a llegar a la puerta de la
entrada para no empaparse de nuevo.
Entró en el ascensor, y a cada planta
que iba subiendo la ansiedad parecía
apoderarse de ella con más
intensidad.

Eleonor pareció sorprenderse cuando la vio entró en el área de
recepción.
—Pau, el señor Alfonso me
informó de que estabas enferma esta
mañana. ¿Te sientes mejor?

Paula sonrió lánguidamente.
—Un poco, sí. ¿Está Pedro en la
oficina?
Eleonor asintió.
—Procura que nadie nos moleste
hasta que él te avise —dijo Paula
con voz queda—. Tenemos un asunto
importante que discutir.

—Por supuesto —contestó Eleonor—.
Decidme si necesitáis que os pida el
almuerzo y me ocuparé de ello.

Paula ignoró eso último y se
encaminó hacia la oficina de Pedro
con el miedo intensificándosele a
cada paso que daba. La enfermaba
tener que decirle las imágenes que
había visto. El material con el que
Charles la había amenazado. No quería tener que discutir de
nuevo lo que ocurrió en París. Ella y
Pedro ya habían pasado página.

Cuando abrió la puerta del despacho,
él levantó la mirada y frunció el ceño.
Cuando vio que era ella, se levantó de
inmediato de la mesa e hizo una
mueca con los labios.

—¿Paula ? ¿Qué demonios estás
haciendo aquí? ¿Estás bien? Deberías
estar en casa en la cama.

Él le puso las manos en los hombros
y la estrechó contra su pecho, luego
bajó la mirada hasta su rostro para
examinarla y buscarle algún signo de
enfermedad en las facciones.

—Hay algo que tengo que decirte,
Pedro —le dijo, vacilante—. Es sobre
ayer… y lo que pasó de verdad.

Pedro se separó de Paula para
poder mirarla a la cara y ver su
expresión, el pulso se le aceleró
cuando vio el miedo y el temor en
sus ojos. Se la veía… mal. Y ella
nunca estaba mal. Sin embargo, esta
mañana su apariencia era como si no
hubiera dormido nada la noche
anterior. La había visto cansada y
frágil.

Se acordó de que el día anterior
había pensado que parecía como si hubiera estado llorando. Y
ahora estaba aquí sugiriéndole que no
le había dicho algo —algo gordo— de
lo que había pasado ayer.

—Ven y siéntate —le dijo con un
nudo en la garganta.
Mientras la intentó guiar con
gentileza hacia el sofá que se
encontraba en la otra punta de la
habitación, ella negó con la cabeza y
se soltó de su agarre.

—No me puedo sentar, Pedro. Estoy
demasiado nerviosa. Solo necesito
contarte esto y rezar para que no
estés enfadado… conmigo.

Ahora sí que se estaba empezando a
preocupar. Por el amor de Dios, no
podía encajar todas las piezas. El día
anterior todo había transcurrido con
aparente normalidad. Hasta el
almuerzo, cuando se fue a por algo
para comer. Cuando regresó, estaba
empapada hasta los huesos y casi
como en estado de conmoción.

Frunció el ceño más aún mientras ella
le devolvía una mirada que rebosaba
vulnerabilidad. Estaba asustada. Lo
ponía enfermo que estuviera tan
claramente asustada de él, o al
menos de la reacción que pudiera
tener a lo que iba a decirle.
En un esfuerzo para aliviar su
tangible miedo y nerviosismo, Pedro
deslizó las manos por las mangas de
su chaqueta y le dio un suave
apretón. Ella se encogió de dolor y de
inmediato apartó el brazo para
llevarse la otra mano justo al lugar
donde la había agarrado.

¿Qué narices estaba pasando aquí?

—Quítate la chaqueta, Paula —le
dijo con un tono de voz firme.

Ella vaciló mientras la respiración
seguía saliendo a través de sus labios.
Las lágrimas se le comenzaron a
formar en los ojos, y eso lo dejó
atónito.

Sin querer esperar ni un minuto más,
Pedro le bajó la chaqueta de los
hombros y le sostuvo los brazos para
poder deslizarle la prenda. Ella no
quería cruzar la mirada con la de él
durante todo el proceso. Tan pronto
como le había quitado la chaqueta,
examinó el antebrazo por el
que se había encogido de dolor
cuando la había tocado.

El aire salió de sus pulmones con una
gran exhalación cuando vio los
moratones que cubrían la parte
superior de su brazo. Pedro fue a
mover los dedos para tocarle aquella
zona, pero se contuvo ya que no
quería hacerle daño.

La cogió de la otra mano y la condujo
hasta la ventana, donde la luz era
mejor y podía ver las marcas con más
claridad.
—¿Qué narices ha pasado aquí,
Paula ? —le exigió.

Le recorrió la piel amoratada con las
puntas de los dedos, y entonces la
vena de la sien le comenzó a latir con
fuerza cuando vio que los cardenales
se asimilaban bastante a la forma de
los dedos. Como si alguien la hubiera
agarrado con brusquedad y no la
hubiera soltado. Y eran manos y
dedos grandes. Las manos de un
hombre.

Una lágrima descendió por su mejilla
y Paula intentó rápidamente
secársela con la mano que tenía libre.

El miedo lo atenazó. ¿Qué le había
pasado? Un nudo se le formó en la
boca del estómago y el pánico le
atravesó las entrañas.

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