miércoles, 24 de septiembre de 2014

Capitulo 112

Paula se ciñó más el abrigo
mientras recorría la última manzana
que quedaba hasta llegar a su
apartamento. Había sido duro volver
al trabajo con todo ese frío tras
haber pasado los últimos días en una
playa del Caribe.

Gonzalo y Fabricio habían intentado con
todas sus fuerzas animarla y
asegurarse de que disfrutara del
viaje, y tenía que admitir que sí que
se lo había pasado muy bien. Ya había
transcurrido bastante tiempo desde
que ella y Gonza se hubieran ido de
vacaciones juntos, y con Fabri allí las
cosas habían sido divertidas y
alegres.
Eso no quería decir que no se
hubiera pasado otro tanto pensando
en Pedro, pero se las había arreglado
para disfrutar del viaje. Si alguien le
hubiera dicho que podía divertirse
estando tan reciente la ruptura entre
ella y Pedro, no se lo habría creído.

Aun así, ir a La Pâtisserie en vez de a
HCM esta mañana había sido duro.
Había sido como recibir una bofetada
en la cara y recordar otra vez la
traición de Pedro. A ella le gustaba su
trabajo con El. Sí, había sido un
trabajo sin valor con la sola función
de esconder su affaire, pero
conforme el tiempo había pasado,
había tomado más responsabilidades
y se había adueñado del trabajo.

Había demostrado que podía aceptar
un reto y superarlo con creces.
Ahora había vuelto a vender pasteles
y a servir tazas de café. Y aunque
antes nunca le había molestado,
ahora se sentía incómoda y quería
más. Más retos. Ya era hora de que
dejara de estar asustada y de que
saliera a la calle a labrarse un futuro.
Nadie lo iba a hacer por ella. Ya
estaba buscando ofertas de trabajo de
su profesión, trabajos que se
midieran con el nivel de su formación
y experiencia, aunque no es que
tuviera mucha.

Quizá debería hablar con Gonzalo No
para trabajar con él; ni mucho menos
iba a volver a HCM y tener que
enfrentarse a Pedro día sí y día
también. O, peor aún, a cualquier
mujer con la que la hubiera
reemplazado. Eso ya era pedirle
demasiado.

Pero sí que podría tener ideas o
incluso conocer a más gente con la
que pudiera ponerse en contacto.
Ellos tenían más de una docena de
hoteles solo en Estados Unidos, sin
mencionar los resorts de fuera del
país. Podría trabajar para cualquiera
de ellos y no tener que preocuparse
nunca por volver a ver a Pedro.

Eso requeriría mudarse. ¿Estaba lista
para eso?

Paula estaba acostumbrada a
vivir en Nueva York. A estar cerca de
Gonzalo. Pero no habría sobrevivido si
hubiera estado sola. Su hermano la había
apoyado económicamente. Le había
comprado el apartamento. ¿Acaso
había llegado a independizarse?
Quizá ya era hora de irse por su
cuenta y tomar las riendas de su
vida. Que lo consiguiera o no ya era
otro asunto, pero lo haría por sus
propios méritos.
Por muy satisfactoria que la idea
fuera en teoría, sí que la entristecía
abandonarlo todo. A Caroline. A
Gonzalo. A Fabricio. Su apartamento. Su
vida.

Mierda, no. No iba a dejar que Pedro
la echara de la ciudad. Encontraría
un trabajo mejor aquí, pasaría página
y se olvidaría de su cara.
Eso también sonaba muy bien
teóricamente, pero no iba a ninguna
parte en la realidad.

Cuando llegó al portal de su edificio,
vio en el reflejo de la puerta a Pedro
bajarse de un coche que estaba
aparcado cerca. Y estaba yendo hacia
ella.
Oh, no. Ni soñarlo.

Sin mirar atrás —por muy tentador
que fuera embeberse en él— se metió
en el portal y se dirigió al ascensor.
Mientras las puertas se abrían, se
subió y pulsó el botón de «cerrar».

Cuando levantó la mirada, vio a Pedro
pasar junto al portero, que estaba
protestando, y apresurarse para
llegar al ascensor. Su rostro estaba
lleno de determinación.

«Ciérrate, ciérrate, ciérrate», suplicó
en silencio.

Las puertas se empezaron a cerrar y
Pedro se lanzó hacia delante, pero
llegó tarde. Gracias a Dios. ¿Qué
narices estaba haciendo allí?
Se bajó del ascensor y abrió la puerta
de su apartamento. Dentro estaba
todo en silencio, así que dejó el bolso
junto a la puerta. Caroline no
volvería a casa hasta dentro de un
rato y luego se marcharía
seguramente al club Vibe a ver a
Brandon.

Pegó un bote cuando un golpe sonó
en la puerta. Luego suspiró. Había
visto la mirada en los ojos de Pedro y
sabía que no iba a irse porque le
hubiera dado largas en el ascensor.

¿Qué quería?

Paula se acercó a la puerta, le
quitó el seguro y la abrió de un
golpe; Pedro estaba allí en el pasillo.

El alivio se reflejó en sus ojos y este
comenzó a avanzar, pero ella lo
bloqueó con la puerta.
—¿Qué quieres? —le dijo con
brusquedad.

—Necesito hablar contigo, Paula
—le contestó.

Ella sacudió la cabeza.
—No tenemos nada de lo que hablar.

—Te equivocas, maldita sea. Déjame
entrar.

Paula sacó la cabeza por la
puerta para que él pudiera verla y
que supiera que iba completamente
en serio.

—Deja que me explique mejor,
entonces. Yo no tengo nada que
decirte a ti —le dijo en voz baja—.
Nada de nada. Ya dije todo lo que
tenía que decir en tu apartamento.
Fue tu decisión dejarme ir… qué digo,
me echaste de allí. Yo me merezco
algo mejor que eso, Pedro, y estoy
más que segura de que no me voy a
conformar con menos.

Ella cerró la puerta de un portazo y la
volvió a asegurar con el cerrojo.

Como no quería escuchar si volvía a
golpear la puerta, se fue hasta su
dormitorio y cerró la puerta. Estaba
cansada y lo único que quería era
darse un baño de agua caliente para
que le diera calor desde dentro.
Pero lo que temía era que nada
podría volver a aliviar ese frío que le
causaba la ausencia de Pedro. Nada
excepto él.

Al día siguiente, Paula le estaba
sirviendo a un cliente habitual su
café favorito cuando Pedro entró y se
sentó en la misma mesa que había
ocupado aquellas semanas atrás.

No
se lo podía creer. ¿Cómo se suponía
que iba a trabajar cuando él estaba
ahí invadiendo su espacio?

Ella tensó la mandíbula, se acercó a él
y lo miró fríamente.
—¿Qué estás haciendo aquí?

Él la miró de arriba abajo, y, al ver la
expresión de su rostro, suavizó la
suya en sus ojos. ¿Veía lo cansada
que estaba? ¿Lo deprimida que se
encontraba? ¿Tenía alguna señal de
neón en la frente que gritara a los
cuatro vientos lo infeliz que se sentía
sin él?

—Yo tampoco puedo dormir, Pau—le dijo con suavidad—. Cometí
un error. La fastidié. Dame una
oportunidad para poder hacer las
cosas bien.

Ella cerró los ojos y apretó los puños
a cada lado de su cuerpo.
—No me vengas con esto, Pedro. Por
favor. Tengo que mantener este
trabajo. Hasta que decida lo que
quiero hacer, tengo que trabajar, y
no puedo tenerte aquí,
distrayéndome.

Él alargó la mano para cogerle uno de
esos puños, y le aflojó los dedos.
Entonces se llevó la mano a los labios
y le dio un beso en la palma.

—Tú ya tienes un trabajo, Cariño.
Te está esperando. No se ha ido a
ninguna parte.

Ella se soltó como si le hubiera
quemado.
—Solo vete, Pedro. Por favor. No
puedo hacer esto. Vas a conseguir
que me despidan. Si quieres hacer las
cosas bien, entonces desaparece y no
vuelvas.

Paula se encontraba
peligrosamente cerca de venirse
abajo. Sus emociones eran muy
inestables. ¿Por qué no podía ser
fuerte? ¿Por qué tenía que dejarle ver
lo mal que estaba?

Se dio media vuelta y no le importó
que pudiera parecer grosera o borde
su forma de tratar a un cliente. Tenía
otros a los que atender.

Pero él siguió allí, observándola, con
la mirada fija en ella mientras atendía
a otra gente en la tienda. Los clientes
iban y venían y él seguía ahí,
sentado, hasta que ella se sintió
acechada. Acosada.

Al final se fue a la trastienda y le
pidió a Louisa un descanso. Ayudó a
Greg con los pedidos mientras Louisa
se encargaba de los clientes. Una
hora después, cuando se aventuró a
salir nuevamente, Pedro ya se había
ido.

Paula no sabía si se sentía
aliviada o decepcionada. Lo único
que sabía era que había un agujero
en su corazón que no tenía esperanza
alguna de volver a cerrar.

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