jueves, 18 de septiembre de 2014

Capitulo 89

Pedro le acarició la espalda con las
manos, intentando que se calmara.
Ahora estaba temblando más y él
estaba desesperado por tranquilizarla
y consolarla. Por ofrecerle lo que no
le había dado antes.

Paula se agarró a sus hombros e
intentó apartarse, pero él la tenía
bien sujeta. Tenía miedo de dejar el
mínimo espacio entre ellos. Pedro
tenía que tocarla, tenía que sentirla
entre sus brazos. Y tenía miedo de
que, si la dejaba ir, ya nunca la
volvería a tener de nuevo.

—Quiero ducharme —dijo
ahogadamente—. Por favor, lo
necesito. Quiero estar limpia. Él… me
ha estado tocando.

La desolación atravesó a Pedro como
una tormenta de invierno, fría y
cruelmente. Por supuesto que se
sentía violada. No solo por Charles,
sino también por él. Había sido
el que la había traicionado al haber
dejado que esto ocurriera. Y no solo
lo había permitido, sino que lo había
animado a ello. ¿Cómo narices podría
perdonar algo como eso? ¿Cómo
podría ella?

—Iré a abrir la ducha —le dijo
mientras le apartaba el pelo de la
cara.

Las mejillas las tenía húmedas debido
a las lágrimas, los ojos se los veía
llenos de pena al devolverle la
mirada, y aún tenía sangre en la
comisura de los labios. Entonces
Paula apartó la mirada, era
incapaz de mirarlo a los ojos, y a
Pedro el ánimo se le cayó por los
suelos.

—Quédate aquí, cariño. Iré a
preparar el baño y entonces podrás
ducharte.

Se bajó de la cama aunque
todos los instintos le gritaban que no
la dejara sola ni siquiera el pequeño
rato que le llevó abrir el grifo para
que el agua empezara a correr. El
pecho lo sentía vacío, y el pánico le
hizo un nudo en la garganta. Él nunca
había experimentado tal desolación
emocional. Lo trastornaba. Lo volvía
loco.

No le había pasado cuando Lisa
rompió su matrimonio. Ni cuando lo
hundió en los medios y soltó todas
esas mentiras. Nada se acercaba a lo
que sentía ahora y al miedo que lo
tenía completamente atenazado.

Se precipitó hacia el baño y
abrió el agua de la ducha. Entonces la
probó con la mano hasta que estuvo
a una buena temperatura. Sacó un
albornoz y una toalla, aunque las
prisas con las que iba lo hacían
actuar con bastante torpeza y
desacierto. Maldijo cuando la toalla
se le cayó del taburete, pero se
agachó para recogerla y la volvió a
doblar, asegurándose de colocarla en
un lugar al alcance de la ducha.

Volvió al dormitorio y se encontró a
Paula sentada en el borde de la
cama con las piernas encogidas de
forma protectora frente al pecho. Los
brazos rodeaban las piernas y la
cabeza la tenía escondida entre las
rodillas con todo el pelo esparcido
por su piel, como una manta. Se la
veía tan vulnerable que Pedro quería
morirse ahí mismo.

Él le había hecho esto. No Charles, ni
ningún otro hombre. Solamente él.
No había forma de evitar ese hecho.
Él la tocó en el hombro y se permitió
entrelazar sus dedos con su pelo, tan
suave como la seda.

—Paula, cariño. La ducha está
lista. —vaciló antes de seguir
hablando preocupado por que ella lo
rechazara. Aunque sabía que se lo
merecía si lo hacía—. ¿Quieres que te
ayude?

Ella giró la cabeza hacia él con ojos
aún atormentados. Pero no dijo que
no. No dijo nada. Ella simplemente
asintió.

Una ola de alivio lo atravesó entero y
lo dejó débil y agitado. Tuvo que
hacer una pausa por un momento
para volver a coger fuerzas. Paulano lo había rechazado… todavía.

Él la estrechó entre sus brazos tanto
como pudo y la alzó de forma
protectora para llevarla al cuarto de
baño. La dejó en el suelo justo frente
a la ducha para quitarse él también la
ropa en un santiamén, luego abrió la
mampara y entró primero en la
bañera antes que ella. Entonces le
tendió una mano, y la guio hasta
dentro junto a él.

Durante un largo rato,
simplemente la abrazó mientras
ambos estaban bajo el grifo de agua
caliente. Seguidamente, la comenzó a
lavar, dedicándole todo el tiempo del
mundo a todas y cada una de las
partes de su cuerpo, con jabón
aromatizado. No se dejó ni un
centímetro sin tocar; la enjuagó y
eliminó cualquier recuerdo que
tuviera de esas otras manos que
habían estado sobre su piel.

Le enjabonó el pelo masajeándole
suavemente el cuero cabelludo, y
luego le enjuagó cada mechón.
Cuando acabó la estrechó de nuevo
entre sus brazos de forma protectora,
y se quedaron ahí, bajo el agua
caliente, en silencio.

Después de un rato, finalmente alargó
la mano para cerrar el grifo y abrió la
mampara para coger la toalla y que
Paula no pasara frío. Le rodeó el
cuerpo con la toalla y la mantuvo
cerca del suyo propio mientras le
secaba la piel y el pelo. Pedro ni
siquiera se molestó en secarse, y usó
la sensación de frío como castigo por
lo que le había hecho. Ella era la que
importaba, no él. Solo esperaba
no haberse dado cuenta de ello
demasiado tarde.

Cuando Paula estuvo
completamente seca, él le enrolló la
toalla en la cabeza y luego la ayudó a
ponerse el suave y mullido albornoz.
Se lo ató de forma segura alrededor
de la cintura para que le cubriera
todo el cuerpo y no se sintiera
vulnerable. Para que se sintiera
protegida. Incluso de él mismo.

Cogió una de las otras toallas al
mismo tiempo que la guiaba de vuelta
al dormitorio, y, únicamente después
de haberla metido en la cama, él se
secó y se puso los bóxers. Cogió el
teléfono y pidió chocolate caliente
con un tono lacónico. Entonces se
sentó en el borde de la cama y la hizo
enderezarse para poder terminar de
secarle el pelo.

El silencio se extendió entre ellos
mientras él le pasaba la toalla por
cada mechón de pelo. Cuando estuvo
satisfecho porque la mayor parte de
la humedad se había ido, devolvió la
toalla al cuarto de baño y trajo su
peine. Al volver la vio exactamente tal
y como la había dejado sentada en la
cama.

Volvió a subirse en la cama y la
colocó entre sus piernas de forma
que pudiera desenredarle el pelo.
Fue infinitamente paciente. Le
pasó el peine mechón por mechón
hasta que el pelo comenzó a secársele
y a quedarle bien liso sobre la
espalda.

Tras dejar el peine en la mesita de
noche, Pedro la agarró por los
hombros e inclinó la cabeza para
darle un beso en el cuello. Ella se
estremeció mientras él seguía dándole
suavemente pequeños besos por toda
la curva de los hombros y luego por
el cuello otra vez.

—Lo siento —le susurró.

Ella se tensó ligeramente bajo su
boca, pero justo entonces un sonido
distante se escuchó en la puerta de la
suite. De mala gana, se separó y se
bajó de la cama.

—Vengo enseguida. Ponte cómoda.
Traeré el chocolate caliente aquí.
Ella asintió y, cuando Pedro se alejó,
se acomodó entre las almohadas en
las que él había estado apoyado y se
tapó hasta la barbilla.

Pedro cogió la bandeja al caballero
del servicio de habitaciones y no
perdió ni un segundo en volver al
dormitorio, donde Paula estaba
tumbada en la cama. Colocó la
bandeja en la mesita que había
pegada contra la pared y luego le
acercó una de las
humeantes tazas.

Ella la cogió con ambas manos como
si estuviera buscando la calidez del
recipiente, y seguidamente se la llevó
a los labios para soplar un poco
sobre el humeante chocolate antes de
darle, vacilante, el primer sorbo.

Paula hizo una mueca de dolor
cuando el ardiente líquido le rozó el
labio herido, y apartó la taza con un
mohín.

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