miércoles, 17 de septiembre de 2014

Capitulo 86

Pedro observó a Paula usar su
carisma y encanto con los otros
hombres durante la cena. Ella sonrió,
conversó y habló con comodidad; los
tenía a todos y cada uno de ellos
hechizados.

La pregunta era: ¿lo tenía también a
él?

La pregunta de Lisa no dejaba de
darle vueltas en la cabeza.

«¿Estás enamorado de ella?»

No podía terminar de explicar
la furia ni la impotencia que había
sentido ante aquella pregunta. Había
estado pensativo todo el día, y a
momentos enfadado y frustrado
debido a su incapacidad de mantener
las distancias entre él y Paula.

Lo enfurecía que no hubiera podido
rebatirle al momento la enrabiada
pregunta que le había hecho Lisa.

Había pensado en terminar su
acuerdo con Paula justo en esos
momentos, en alejarse de ella y
decirle que su empleo con él había
acabado. Pero no había podido, y eso
solo lo hacía sentirse más impotente.
La necesitaba. Maldita sea, la
necesitaba.

Su mirada se desplazó hacia los
posibles licitadores, los hombres que
iban a venir a la suite luego.
Obviamente deseaban a Paula;
¿qué hombre hetero y con sangre en
las venas no lo haría? Hacía que
Pedro quisiera rechinar los dientes,
pero contuvo las ganas y en su lugar
recibió con los brazos abiertos la
oportunidad que eso le ofrecía.

La posibilidad de probarse a sí mismo
que esa obsesión que tenía con
Paula no era irrompible. Que no
la amaba, ni la necesitaba.

Lo que tenía planeado venía en el
contrato, aunque en realidad nunca
se había planteado compartirla con
otro hombre antes. La mera idea le
producía unos celos fieros y salvajes.
Y ahora mismo también. Pero ella
había sido la que le había expresado
su curiosidad ante la idea. Él sabía
que Paula no estaba
terminantemente en contra, y
tampoco era nada que Pedro no
hubiera hecho en el pasado.

Podía hacerlo.

Lo haría.

Solo esperaba, por su bien, sobrevivir
a ello y no destrozarlos a ambos en el
proceso.

El humor de Pedro había pasado de
pensativo y enfadado a… Paula
no estaba segura de cuál era
exactamente su humor. Le
preocupaba porque ahora se la
quedaba mirando fijamente, cuando
antes no la miraba apenas nada. Y,
además, esa mirada era nueva, como
si la estuviera observando con una
luz completamente distinta. Como si
sus expectativas hubieran cambiado
de una forma drástica. El problema
era que ella no tenía ni idea de qué
expectativas eran esas.
Mientras que antes había agradecido
el silencio que había habido entre
ambos porque no quería ahondar en
la razón que lo había puesto de tan
mal humor, ahora la incomodaba de
verdad. Paula quería algo de él,
alguna especie de consuelo, aunque
no tenía ni idea del porqué.

Volvieron en coche al hotel con la
tensión tan bien asentada entre ellos
que Paula casi se ahogó en ella.
Quería preguntarle, interrogarlo,
pero había algo en esa inamovible
mirada que le hacía temer lo que
podría escuchar de sus labios.

Tan pronto como estuvieron dentro
de la suite, Pedro cerró la puerta y
fijó esa rutilante mirada en Paula. La dominación se podía percibir
irradiando de él donde antes solo
había demostrado paciencia y ternura
con ella.

—Desnúdate.

Ella parpadeó al escuchar su tono. No
era de enfado. Era más… decidido. La
inquietud se izó sobre Paula y la
joven vaciló, pero solo consiguió que
él entrecerrara los ojos.

—Pensé… —dijo tragando saliva con
fuerza—. Pensé que iban a venir a
tomar algo. —¿Habían cambiado los
planes?

Pedro asintió.
—Y van a venir.
«Oh, Dios.»
—No me hagas repetírtelo, Paula
—le dijo con una voz suave y
peligrosa.

Con las manos que tembládole,
Paula se agachó para agarrar el
dobladillo de su vestido y se lo quitó
por la cabeza. Luego lo dejó en el
suelo a su lado. Se quitó los tacones
y los deslizó a través del suelo de
madera.

Había miles de cosas que
quería decir, miles de preguntas que
le estaban rondando la mente, pero
Pedro tenía un aspecto tan…
imponente… que ella pegó los labios
y se quitó las bragas y el sujetador.

—Ve y arrodíllate en la alfombra que
hay en el centro de la habitación —le
indicó.

Al mismo tiempo que ella caminaba
lentamente hacia la alfombra, Pedro
comenzó a recoger la ropa y los
zapatos del suelo y se dirigió al
dormitorio, dejándola a ella para que
cumpliera su orden. Se
hundió en sus rodillas y sintió el
afelpado grosor de la alfombra de
piel de borrego contra su piel.

Cuando escuchó pasos, Paula
alzó la mirada y ahogó un grito
cuando vio que tenía una cuerda en
las manos. No era una cuerda
tradicional, de las trenzadas que se
podían encontrar en cualquier
ferretería, sino que estaba cubierta
de raso y era de un color malva
intenso. Parecía suave y sugerente,
pero, aun así,  no tenía
ninguna duda de que estaba presente
únicamente para atarla a ella.

Pedro se la enrolló en las manos
dejando que ambos extremos se
quedaran colgando mientras se
acercaba en su dirección. Se inclinó
justo donde ella estaba arrodillada y,
sin decir ni una palabra, le puso las
manos en la espalda. Paula cerró
los ojos; el corazón le latía a mil por
hora cuando él comenzó a enrollar la
cuerda alrededor de sus muñecas
para atarlas bien fuerte la una contra
la otra. Para su mayor sorpresa,
Pedro incluso le rodeó los tobillos
con lo que sobraba de cuerda para
así asegurarse bien de que no podía
moverse, ni ponerse de pie, ni nada
más que quedarse ahí arrodillada y
recibir todo lo que él tenía intención
de darle.

Y esa idea la excitaba. La
desconcertaba ese deseo, esa
curiosidad e inquieta necesidad que
la invadía. Estaba nerviosa a más no
poder, pero también excitada ante la
perspectiva de lo prohibido: que
otros hombres la tocaran e hicieran a
saber qué bajo las órdenes de Pedro.
Seguramente eso era lo que
pretendía. Al fin y al cabo ya lo
habían hablado.

Cuando terminó se pudo oír el sonido
de unos nudillos llamando a la puerta
de la suite. Dio un
pequeño salto en el suelo; el pulso se
le aceleró tanto que hasta se mareó.

—Pedro —le susurró. La inseguridad
se hacía más que evidente en esa
simple súplica.
El hombre aseguró el último nudo, y
mientras se alzaba le enredó la mano
en el pelo para acariciarla con un
gesto tranquilizador.

Esa pequeña caricia la animó como
ninguna otra cosa podía hacerlo, y el
alivio se instaló dentro de su ser a la
misma vez que Pedro se encaminaba
hacia la puerta.

Paula había sabido desde el
primer momento cuáles eran sus
deseos, sus propensiones. Se los
había explicado al más mínimo
detalle. Y ella había firmado con su
nombre un contrato en el que
aceptaba ser suya y consentía que él
hiciera todo lo que deseara con ella.

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