jueves, 18 de septiembre de 2014

Capitulo 88

Su nombre había sonado como un
grito aterrorizado en busca de ayuda.

Se giró y vio a Charles con la
cremallera bajada y una mano
enterrada bruscamente en el pelo de
Paula para intentar meterle la
polla en la boca.

La furia explotó dentro de Pedro
como un volcán en erupción. Este se
lanzó hacia delante, y, para su
consternación, Charles, enfadado ante
el rechazo de Paula, le dio una
bofetada en toda la cara. Ella
volvió la cabeza para mirarlo con los
ojos abiertos como platos por la
sorpresa. Por la comisura del labio
inmediatamente comenzó a brotar
sangre.

Pedro se volvió loco.

Alejó a Charles de Paula de un
empujón. Este se golpeó contra el
sofá y Pedro seguidamente fue en su
busca. Los otros dos hombres se
revolvieron y apartaron; uno de ellos
se estaba volviendo a abrochar
apresuradamente la cremallera.

Pedro le metió un puñetazo a Charles
en el estómago, lo que provocó que
se doblara por la mitad, y luego le
dio otro en plena mandíbula, que
logró ponerlo de nuevo en vertical.
Se acercó a él con una furia
asesina corriéndole por las venas.
—Fuera. ¡Vete de aquí! Y por tu bien
que no te vuelva a ver otra vez,
porque te pienso arruinar, cabrón.

Se moría por hacerlo papilla, pero
tenía que ir a ver a Paula. Su
mujer, a la que había traicionado de
forma espantosa, con la que había
actuado de una manera totalmente
reprensible. Y todo porque era un
cobarde incapaz de enfrentarse a la
verdad, incapaz de asumir lo que ella
realmente significaba para él.

Los otros dos hombres ayudaron a
Charles a ponerse en pie y
desaparecieron de la suite. La puerta
la cerraron de un portazo al salir.

Pedro se apresuró hasta Paula
con el miedo pesándole sobre los
hombros con una fuerza asfixiante.

Los labios y el mentón le temblaban y
las lágrimas le brillaban en los ojos.
Se la veía asustada y avergonzada. La
humillación se reflejaba con fuerza en
esos ojos llenos de lágrimas, y eso lo
atravesó como una daga en el
corazón.

Y sangre. Dios, había sangre donde
ese hijo de puta la había golpeado.
Pedro se arrodilló para soltarle las
muñecas, los dedos le temblaban
mientras intentaba torpemente
deshacer los nudos. Presionó la boca
contra su pelo y su sien y la besó una
y otra vez.

—Lo siento mucho, cariño. Dios,
Pau, no tenía intención de que
esto pasara.

Ella se había quedado en silencio, y
Pedro no estaba seguro de si era
porque estaba conmocionada por
todo lo que había pasado, o porque
estaba demasiado enfadada con él
como para dirigirle la palabra. No
podía culpar ninguna de las dos
reacciones. Todo había pasado por su
culpa. Él le había hecho esto. Le había
hecho daño.

Cuando Paula estuvo por fin
libre de cuerdas, la atrajo hasta
sus brazos y la levantó de la mesa. La
llevó hasta el dormitorio y se
acurrucó con ella en la cama aún
abrazándola con fuerza. Ella se giró
para quedar frente a él y escondió el
rostro en la curva de su cuello. La
impresión de sentir las cálidas
lágrimas en su piel hizo que el
corazón se le desgarrara.

Dios, era un capullo. Un completo
cabronazo. La apretó contra él,
la desesperación se estaba
apoderando de sus nervios y lo
ahogaba.

—Lo siento, Pau. Dios, lo
siento mucho.

Eso era todo lo que podía decir. Una
y otra vez. El pánico lo atravesó
entero. ¿Y si ella decidía
abandonarlo? Él tenía claro que no
podría culparla. Maldita sea, debería
estar huyendo de él, no simplemente
abandonándolo.

—Por favor, cariño. No llores. Lo
siento mucho. No volverá a ocurrir.
No debería haberlo permitido.
Él la meció una y otra vez en sus
brazos al mismo tiempo que ella se
agarraba a él con fuerza con el
cuerpo aún temblándole. Pedro no
tenía ni idea de si era de miedo,
rabia, enfado, o una combinación de
los tres. Se merecía todo lo que
Paula  le lanzara. Le había fallado
por completo. No la había protegido.

No había cuidado de ella tal y como
le había prometido. Y todo porque
estaba intentando distanciarse, estaba
intentando convencerse de algo
estúpido: de que no la necesitaba.
Vaya mentira. Pedro la necesitaba.
Era su obsesión, su droga, un deseo
que le llegaba al alma. Él nunca había
sentido una posesividad tan
arrolladora y fiera cuando otro
hombre le había puesto la mano
encima a algo que consideraba
suyo. Pero bueno, en realidad, no la
había tratado como si fuera suya.

La
había tratado como si fuera una cosa.
Un juguete. No una mujer de la que
se preocupaba.

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