lunes, 8 de septiembre de 2014

Capitulo 57

Los dos entraron en el ascensor en
silencio. Fue un momento incómodo
y poco natural, pero no hizo
nada para remediarlo. No estaba
seguro de qué sería lo que
conseguiría cerrar el gran precipicio
que se había formado entre ellos.

Pedro había actuado como un cabrón
en el cóctel y su padre estaría
probablemente avergonzado porque
lo hubieran abandonado tan pronto,
lo cual no había sido la intención de
Pedro. A pesar de estar enfadado y
confundido con su padre, lo seguía
queriendo y no había tenido
intención de herirlo. Solo quería que
su padre viera la clase de mujer con
la que había elegido relacionarse.

Esperaron un breve instante antes de
que el coche apareciera y los dos
hombres entraran en él. Pedro le dio
indicaciones al conductor para que
los llevara a Le Bernardin, uno de los
sitios favoritos de Horacio para
comer.

Hasta que ambos no estuvieron
sentados a la mesa y hubieron
pedido, Horacio no rompió
el silencio. Era como si no pudiera
quedarse callado ni un solo segundo
más y las palabras le salieran de
sopetón. Su rostro era una máscara
de tristeza y de arrepentimiento.

—He cometido un error terrible —
admitió su padre.

Pedro se quedó de piedra y cogió la
servilleta con la que había estado
jugando solo para tener algo que
hacer bajo la mesa.
—Te escucho.

Horacio se pasó una mano por
encima de la cara y fue entonces
cuando Pedro pudo apreciar lo
cansado que se le veía. Parecía
incluso mayor, como si hubiera
envejecido de la noche a la mañana.
Tenía ojeras, y las arrugas de
alrededor de sus ojos y de su frente
estaban más pronunciadas.

Su padre se movió con nerviosismo
por un momento y luego respiró
hondo al mismo tiempo que ponía
cara larga. Entonces se percató
con angustia de que unas lágrimas
estaban brillando en los ojos de su
padre.
—Fui un tonto al dejar a tu madre. Es
el peor error que he cometido en mi
vida. No sé en lo que estaba
pensando. Me sentía tan atrapado e
infeliz que reaccioné contra ello.
Pensé que si hacía esto o lo otro o
que si empezaba de cero todo se
arreglaría, que sería más feliz.

Pedro soltó su propia respiración.
—Mierda —murmuró. Eso era lo
último que esperaba oír.

—Y no fue culpa de tu madre. Ella es
una santa por haber lidiado conmigo
todos estos años. Creo que me
levanté un día y pensé que me había
convertido en un viejo. Me di cuenta
de que ya no me queda mucho
tiempo. Me asusté y me volví loco,
porque empecé a culpar a tu madre.
Dios, ¡tu madre! La única mujer que
me ha aguantado todo este tiempo,
que me ha dado un hijo maravilloso.
Y la culpé porque vi a un hombre
viejo devolviéndome la mirada en el
espejo. Un hombre que pensó que
tenía que darle la vuelta al reloj y
recuperar todos esos años. Quería
sentirme joven otra vez, y en su lugar
me siento como un cabrón que ha
engañado a su mujer, a su familia, y
a ti, hijo. Os engañé a ti y a tu madre
y no puedo decirte lo mucho que me
arrepiento de ello.

Pedro no sabía siquiera qué decir.
Tenía mucha curiosidad por todo lo
que su padre le acababa de soltar.
¿Así que todo se debía a que había
tenido una maldita crisis de edad?
¿Por lidiar con la inevitable vejez?
Jesús, María y José.

—Odio venir a ti con todo esto, pero
no sé qué más hacer. Dudo de que
Ana me dirija la palabra siquiera.
Le hice daño, lo sé. No espero que
me perdone. Si la situación fuera al
contrario y ella me hubiera hecho
todo el daño que yo le he provocado,
dudo de que la pudiera perdonar
nunca.

—Maldita sea, papá. Cuando la jodes,
la jodes bien.

Horacio se quedó en silencio con la
mirada clavada en su bebida y con
los ojos llenos de tristeza.

—Yo solo quiero volver a… Me
gustaría poder borrarlo y hacer como
que nunca ha ocurrido. Tu madre es
una buena mujer. La quiero. Nunca
dejé de quererla.

—Entonces, ¿por qué mierdas te has
empeñado tanto en poner a todas
esas otras mujeres no solo ante sus
narices sino también ante las mías?
—gruñó Pedro—. ¿Te haces una idea
de cuánto daño le has hecho?

El rostro envejecido de Alfonso padre adoptó
incluso un tono más sombrío.
—Me hago una idea. Esas mujeres no
significaron nada para mí.

Pedro levantó la mano de disgusto.
—Para. Déjalo, papá. Dios, estás
soltando el cliché más antiguo de
todos los tiempos. ¿Te crees que a
mamá le va a importar una mierda
que esas mujeres no te importaran ni
un pimiento? ¿Te piensas que le va a
hacer sentirse mejor por las noches
saber que mientras te estabas tirando
a una mujer a la que le doblas la
edad, o simplemente más joven,
estabas en realidad pensando en lo
mucho que la quieres?

Su padre se ruborizó y miró a su
alrededor, hacia las otras mesas del
restaurante, cuando la voz de Pedro
comenzó a subir de volumen.
—No me acosté con esas mujeres —
dijo en voz baja—. No es que Ana
me vaya a creer nunca, pero te estoy
diciendo que no traicioné mis votos.
El cabreo de Pedro no hacía más que
aumentar y este no tuvo más remedio
que contenerlo para que no se hiciera
evidente.

—Sí, papá, sí lo hiciste. Te acostaras
con ellas o no, traicionaste a mamá y
tu matrimonio. Solo porque no fuera
adulterio físico no significa que no lo
fuera emocionalmente. Y algunas
veces los emocionales son los que
más cuestan de superar.

Su padre se restregó los ojos con las
manos y una pesarosa resignación se
instaló en su rostro.
—Así que no crees que tenga ninguna
oportunidad de volvérmela a ganar.

Pedro suspiró.
—Eso no es lo que he dicho. Pero
tienes que entender qué es lo que le
has hecho antes siquiera de
pretender empezar a arreglar las
cosas. Ella también tiene su orgullo,
papá. Y se lo hiciste pedazos. Si lo
que quieres es una reconciliación,
entonces tienes que currártelo con
tiempo. No te va a perdonar de la
noche a la mañana. No te puedes
rendir tras el primer intento. Si
significa algo para ti, entonces tienes
que estar dispuesto a luchar por ella.

Su padre asintió.
—Sí, lo sé. Y la quiero de verdad.
Nunca hubo ningún momento en que
no la quisiera. Todo es una estupidez.
Soy un imbécil. Un imbécil viejo y
crédulo que la ha jodido bien jodida.

Pedro suavizó el tono.
—Habla con ella, papá. Dile todo lo
que me has dicho. Y tienes que ser
paciente y escucharla cuando te
reproche tu actitud. Tienes que
escucharla aunque de su boca salga
toda su furia y su frustración. Te lo
mereces. Tienes que concederle eso y
tragártelo.

—Gracias, hijo. Te quiero, lo sabes.
Odio no solo el daño que le he hecho
a Ana, sino también a ti. Eres mi
hijo y os he decepcionado a los dos.

—Solo te pido que lo arregles —dijo con suavidad—. Haz que mamá
sea feliz otra vez, y con eso será
suficiente para mí.

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