miércoles, 24 de septiembre de 2014

Capitulo 114

A la mañana siguiente ya no podía
negar que estaba enferma de verdad.

Había ido andando al trabajo,
moviéndose casi como por inercia. Al
mediodía, tanto Louisa como Greg ya
la miraban con preocupación, y,
cuando Paula dejó caer al suelo
un bote entero de café, Louisa la
llamó desde la trastienda.
La cogió por el brazo y le puso la
mano en la frente.

—Dios mío, Pau, estás
ardiendo. ¿Por qué no has dicho
nada? No puedes trabajar así. Vete a
casa y acuéstate.

Paula no puso ningún tipo de
objeción. Gracias a Dios que era
viernes y no tenía que trabajar el fin
de semana. Pasarlo entero en la cama
sonaba casi como el paraíso, y así no
tendría que estar presente ni ver
lo que fuera que Pedro mandara ese
día. Se podría esconder tanto de él
como del mundo e intentar
solucionar este gran desastre.
Ya no podía más. Era un peso
gigantesco que tenía sobre los
hombros.

Tenía toda la intención de coger un
taxi para volver a casa ya que no
podría aguantar, en su estado, toda la
caminata hasta allí. Pero al mirar el
reloj, no pudo evitar soltar un
quejido. Coger un taxi a esta hora era
más bien imposible. Todos estaban de
descanso.

Suspirando con resignación, comenzó
a emprender el largo camino hasta su
casa, andando. El frío se le estaba
instalando en los huesos; temblaba,
los dientes le castañeteaban y la
visión se le había nublado.

Tardó casi el doble de lo que
normalmente tardaba en llegar, y,
cuando giró por la manzana y vio el
maldito cartel, suspiró de alivio
porque ya estaba cerca.

Alguien chocó con ella y le hizo
perder el equilibrio. Cuando volvió
casi a enderezarse, volvieron a
chocar contra ella desde el otro lado,
lo que provocó que cayera de rodillas
y que los ojos se le llenaran de
lágrimas. Ya no tenía siquiera fuerzas
para levantarse, y estaba tan cerca de
su apartamento…

Escondió el rostro entre las manos y
dejó que las lágrimas cayeran por sus
mejillas.

—¿Paula? ¿Qué demonios te
pasa? ¿Estás bien?

Pedro. Dios, era Pedro. Su brazo la
rodeó por la cintura y la instó a
ponerse en pie.
—Dios, nena. ¿Qué te pasa? —le
exigió—. ¿Por qué lloras? ¿Alguien te
ha hecho daño?

—Estoy enferma —consiguió articular
entre otra marea de lágrimas.
La cabeza le dolía, la garganta le
ardía, tenía tanto frío y estaba tan
cansada que no podía siquiera pensar
en dar otro paso más.

Pedro soltó una maldición y luego la
cogió en brazos para llevarla
rápidamente hasta su apartamento.
—No quiero escuchar ni una palabra,
¿lo entiendes? Estás enferma y
necesitas a alguien que cuide de ti.
Dios, Paula. ¿Qué hubiera pasado
si no hubiera estado ahí? ¿Y si te
hubieras desplomado en medio de la
maldita acera y nadie hubiera estado
ahí para ayudarte?

Ella no dijo nada, pero sí escondió el
rostro en su hombro e inhaló su olor.
La calidez de su cuerpo la invadió y le
mitigó todos los dolores. Dios, había
pasado tanto tiempo. No había
sentido calor desde que la había
abandonado. O ella lo había
abandonado a él. No importaba,
porque el resultado final era que
estaba sola.

La llevó hasta su apartamento y
luego hasta su habitación. Hurgó
entre sus cajones y sacó un pijama de
franela.

—Toma —le dijo—. Cámbiate y ponte
cómoda. Voy a prepararte una sopa
bien caliente y a darte algún
medicamento. Estás ardiendo de
fiebre.

Paula tuvo que hacer uso de
toda su fuerza para realizar la simple
tarea de desvestirse y luego ponerse
el pijama. Seguidamente se hundió en
un lateral de la cama, agotada y
queriendo solamente acurrucarse
bajo las mantas.

Un momento más tarde, Pedro volvió
e inmediatamente hizo justo eso, la
metió bajo las sábanas y la tapó hasta
la barbilla. Le dio un beso en la
frente y ella cerró los ojos,
saboreando ese pequeño contacto.
Pero no duró mucho. Le puso las
almohadas bien de manera que
pudiera sentarse para comer, y luego
desapareció de nuevo.

Cuando volvió esta vez, traía un tazón
de sopa y dos botes con
medicamentos. Tras dejar la sopa en
la mesita de noche, sacó unas
pastillas y luego le echó la dosis
correcta de la otra medicina en el
medidor.

Una vez que hubo conseguido que se
tragara el líquido y las pastillas, le
tendió el tazón y se lo puso entre las
manos.

—¿Desde cuándo has estado
enferma? —le preguntó Pedro, muy
serio.

Y entonces lo miró por primera vez.
Pero de verdad. Y se quedó
sorprendida al ver lo que vio. Pedro
estaba tan mal como ella; tenía unas
ojeras bastante notables bajo los ojos
y arrugas por toda la frente y la sien.
Se le veía… cansado. Exhausto.

Emocionalmente agotado.

¿Se lo había provocado ella?

—Desde ayer —contestó con voz
ronca—. No sé lo que me pasa. Estoy
muy cansada. Toda la semana, en
general, ha sido demasiado dura.

Su rostro se ensombreció y la culpa
se reflejó en sus ojos.
—Bébete la sopa. La medicina habrá
hecho efecto para entonces y luego
necesitas descansar.

—No te vayas —le susurró al mismo
tiempo que Pedro se levantaba de la
cama—. Por favor. Esta noche no. No
te vayas.

Él se giró. El arrepentimiento era
evidente en sus ojos.
—No te voy a dejar, Pau. Esta
vez no.

Después de terminarse la sopa, Pedro
le cogió el cuenco de las manos y
volvió a la cocina. Paula se tapó
con las mantas cuando un escalofrío
la atravesó. Incluso la sopa no había
podido hacerla entrar en calor.

—Descansa, Cariño —murmuró
Pedro—. Estaré aquí por si necesitas
algo. Yo solo quiero que te mejores.

Olvidándose de todo lo demás
excepto del hecho de que estaba otra
vez entre sus brazos, se pegó a él
tanto como pudo y luego se relajó
mientras dejaba que su calor le
llegara hasta las venas.

Para el gripazo que tenía, él era
mejor que cualquier remedio o
medicamento.

Con un suspiro, cerró los ojos y se
dejó llevar por la dulce tentación que
él le ofrecía.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario