jueves, 18 de septiembre de 2014

Capitulo 90

Pedro cogió la taza apresuradamente
de sus manos, estaba furioso consigo
mismo porque no había pensado con
la cabeza. No había considerado que
el chocolate caliente le haría daño en
el labio herido.

—Te traeré hielo —dijo —. No
te muevas, cariño.

Volvió al salón y cogió el
recipiente de hielos que el hombre
del servicio de habitaciones había
dejado y luego envolvió algunos de
ellos en una toalla. Cuando regresó al
dormitorio, Paula aún se
encontraba sentada de la misma
forma en la que él la había dejado
antes con los ojos ausentes y
distantes.

Arriesgándose un poco, él se sentó a
su lado y con cuidado le puso el hielo
sobre la boca. Ella se encogió e
intentó apartarse, pero él persistió
usando una voz suave y grave.

—Pau, cariño, necesitas el
hielo para que no se te inflame.

Entonces la joven levantó la mano y le
quitó la toalla para poner una cierta
distancia entre ellos. Pedro no la
culpó, ni tampoco se opuso. Eso no
era nada en comparación con lo que
se merecía. Se levantó de la
cama y se alejó de ella ligeramente
antes de darse la vuelta para mirarla
de nuevo.

Se quedó ahí, en la distancia, ansioso
y preocupado. Inseguro. Dios, él no
era una de esas personas inseguras,
y, aun así, con Paula, estaba
gobernado por la inseguridad.

Entonces la inmensidad de lo que
había hecho, de cómo la había
cagado, lo atravesó por completo. La
situación no era el típico «vaya, lo
siento», «te perdono» y «lo
olvidamos». Él la había puesto en
peligro. Había permitido que otro
hombre abusara de ella estando bajo
su protección.

No sabía si podía, o si se
perdonaría a sí mismo, así que
¿cómo podía esperar que ella hiciera
lo mismo?

Seguía dando vueltas por el
dormitorio cuando Paula soltó la
toalla y dejó que se le deslizara por el
cuello. La mirada que le devolvió era
de cansancio y de derrota. El no ver
ese brillo característico de sus
preciosos ojos lo hizo encogerse de
dolor.

—Estoy cansada —le dijo con
suavidad.

Y sí que se la veía completamente
exhausta. El cansancio se reflejaba en
su rostro y hacía que los ojos se le
cerraran.

Pedro quería hablar con ella,
suplicarle que lo perdonara,
explicarle que nunca jamás volvería a
suceder. Pero no la agobiaría. No
hasta que estuviera preparada. Era
evidente que no tenía ningunas ganas
de hablar con él del asunto esta
noche. Quizás aún estaba aclarándose
ella misma. O quizás estaba
simplemente reuniendo el valor
suficiente para decirle que se fuera a
la mierda.

Pedro asintió con un nudo en la
garganta. Fue a apagar las luces y
dejó solo la lamparita de su mesita de
noche encendida.
Entonces se metió en la cama, no
muy seguro de si ella quería que la
tocara o no. Cuando estuvo bajo las
sábanas, volvió a alargar la
mano para apagar la lámpara y dejó
la habitación en completa oscuridad.

Solo el brillo de las luces de la ciudad
iluminaban las cortinas.
Pedro se dio la vuelta y
automáticamente fue a abrazarla,
pero ella ya se había girado, dándole
la espalda. Paula no rechazó su
contacto, pero tampoco lo recibió
con los brazos abiertos. Aun así, le
rodeó la cintura con el brazo y la
atrajo firmemente contra su pecho.
Él
quería que ella supiera que estaba
ahí. Y Dios, él era también el que
necesitaba cerciorarse de que ella
estaba ahí.

Después de un rato, Paula soltó
un pequeño suspiro y Pedro la sintió
relajarse entre sus brazos. Su
respiración suave y regular llenó la
habitación, señal de que se había
quedado dormida. O al menos de que
estaba a punto.

Pero él no durmió. No cerró los ojos.
Porque, cada vez que lo intentaba, lo
único que podía ver era esa mirada
en los ojos de Paula cuando otro
hombre la había tocado sin su
permiso.

A la mañana siguiente, cuando Paula se despertó, Pedro no se
encontraba en la cama con ella.

Sintió la pérdida de su
contacto, pero también se sintió
aliviada ya que no sabía cómo podía
enfrentarse a él todavía. Había
demasiadas cosas que tenía que
decirle y no estaba completamente
segura de cómo decirlas. Quizás eso
la convertía en una cobarde, pero
sabía que lo que tenía que decir
podría significar perfectamente el
final de su relación.

Estaba tumbada bajo las sábanas,
abrazada a la almohada de Pedro y
decidiendo si moverse o no, cuando
él apareció por la puerta con la
bandeja del desayuno en las manos.

—¿Tienes hambre? —le preguntó con
un tono serio y bajito—. He pedido el
desayuno.

Estaba sorprendida por lo
nervioso que lo veía. Había verdadera
preocupación en sus ojos, y el
arrepentimiento se reflejaba en su
mirada, oscureciéndola, cada vez que
la miraba. A Paula el corazón le
dio un vuelco y cerró los ojos para
bloquear las imágenes de la noche
anterior.

—¿Paula?
La joven abrió los ojos y se lo
encontró de pie junto a la cama aún
con la bandeja entre las manos.

Se enderezó y se colocó las
almohadas en la espalda de forma
que quedara incorporada para comer.

—Gracias —murmuró cuando Pedro
le puso la bandeja sobre las piernas.
Él se sentó en la cama junto a ella y le
pasó el dedo pulgar por el labio
amoratado. Ella se encogió de dolor
cuando llegó a ese particular punto
sensible en la comisura, de inmediato
los ojos de Pedro se llenaron de
disculpa.

—¿Podrás comer? —le preguntó en
voz baja.
Ella asintió y luego bajó la mirada
para coger el tenedor. Ya no podía
seguir mirándolo a los ojos.
—He cancelado todos los
compromisos de trabajo que
teníamos.

Al instante, Paula levantó la
cabeza con el ceño fruncido. Antes de
que ella pudiera responder, Pedro
continuó como si ella no hubiera
reaccionado.
—He cambiado el vuelo de vuelta a
Nueva York para mañana por la
mañana a primera hora. Así que hoy
te voy a llevar a ver París. La Torre
Eiffel, Notre Dame, el Louvre y todo
lo que quieras ver. Tengo reserva
para cenar a las siete. Un poco más
temprano de lo normal aquí en París,
pero mañana salimos temprano y
quiero que estés descansada.

—Eso suena genial —contestó Paula con voz ronca.

La felicidad y el alivio que se
adueñaron de sus ojos fueron
impactantes. Él abrió la boca como si
fuera a decir algo más pero luego la
volvió a cerrar.

Paula no se podía imaginar por
qué había cancelado todos los
compromisos que tenía para ese día.
El único propósito de su visita era el
trabajo y el próximo hotel que
abriría. Pero un día en París con
Pedro era algo que había salido
directamente de una de sus fantasías.
Sin trabajo de por medio. Sin
hombres extraños. Solos ellos dos
pasándolo bien y disfrutando del
tiempo juntos. Sonaba como el
paraíso. Y por un breve instante pudo
ignorar el malestar que había entre
ambos. Podría fingir que la noche
anterior no había ocurrido nada.
No se olvidaría de ello; era un tema
del que tendrían que hablar. Pero se
tomaría el respiro que Pedro le había
ofrecido, y se enfrentaría a lo que
fuera que le tuviera que decir luego.

Porque, cuando llegara, bien podría
ser el final de su relación.

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