sábado, 20 de septiembre de 2014

Capitulo 97

Pedro se precipitó hacia ella, y
cuando tocó la ropa mojada que
llevaba puesta soltó un taco. Le quitó
las bolsas de las manos y las dejó
caer al suelo sin prestarles atención.

—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Parece como si hubieras visto un
fantasma.

—S-solo t-tengo f-frío —tartamudeó
—. Me pilló la lluvia. No es para
tanto, Pedro. De verdad.

—Estás congelada —murmuró—.
Vamos, te llevaré a casa para que te
pongas ropa seca. Vas a coger un
resfriado.

Ella sacudió la cabeza y retrocedió; su
resistencia era tan insistente que él
pareció sorprenderse.
—Tienes una reunión que no te
puedes perder —le dijo—. No hay
necesidad de que vengas conmigo.

—Que le den a la reunión —soltó con
brusquedad—. Tú eres más
importante.

Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Haz que el chófer me lleve a casa.
Me daré una ducha caliente y me
pondré ropa seca. Te lo prometo.
Puedo volver en una hora y media.

Ahora era el turno de Pedro para
sacudir la cabeza.
—No. No quiero que vuelvas. Vete a
casa y entra en calor. Espérame allí.
Iré en cuanto salga de la reunión.

Ella asintió con el frío calándole los
huesos. Ahora que estaba a salvo de
la lluvia y calentita en su oficina fue
cuando empezó a temblar de forma
descontrolada. Tenía que controlarse
o si no él notaría que algo iba
terriblemente mal.

Entonces sonrió abiertamente y le
señaló las bolsas.
—La comida aún está bien. Necesitas
comer. No has pegado bocado
en todo el día.

Él le rozó la mejilla y le acarició el
rostro con una mano antes de echar
la cabeza hacia delante para darle un
beso en los labios, que tenía
congelados.
—No te preocupes por mí. Llévate la
comida a casa y tómate con calma el
resto del día. Estaré allí para cuidar
de ti en un ratito.

Sus palabras hicieron que el corazón
le diera un vuelco, pero no eran
suficientes para llevarse el miedo por
la dimensión de la situación a la que
se enfrentaba. Necesitaba tiempo
para pensar.
El inicio de un dolor de cabeza había
tardado poco en aparecer. Las ligeras
pulsaciones en la sien junto al
enorme catarro que había pillado
estaban empezando a apoderarse de
ella por completo.

Él fue hasta su mesa y cogió su
abrigo, luego se lo puso a Paula
por los hombros y le frotó los brazos
con las manos.
—Vamos —le dijo con seriedad—. Te
acompañaré abajo y te ayudaré a
entrar en el coche. Llámame si
necesitas algo, lo que sea, ¿de
acuerdo?

La sonrisa que le regaló ella fue débil,
forzada.
—Estaré bien, Pepe.

Cómo odiaba tener que mentirle.

Pedro  se adentró en el apartamento y
frunció el ceño cuando vio que no
había ninguna luz encendida. ¿Había
malinterpretado Paula su
conversación y se había ido a su
propio apartamento?

Desde que habían vuelto de París, ella
había pasado todas las noches con él,
excepto esa vez cuando Gonzalo la llevó
a cenar y luego la acercó hasta su
piso. Solo esa noche que no estuvo
con ella lo puso inquieto y de mal
humor, e incluso fue al trabajo a la
mañana siguiente con el mismo
humor de perros.

Entró en el salón y la tensión cedió de
inmediato cuando la vio acurrucada
en el sofá, profundamente dormida.
La chimenea estaba encendida y ella
tapada de la cabeza a los pies con
varias mantas.
Frunció el ceño. ¿Habría cogido algún
virus? Si lo pensaba bien, había
estado perfectamente bien antes de
salir a por el almuerzo. Alegre, feliz y
sonriente. Animada. Tan guapa como
siempre. Lo asustaba a más no poder
saber lo dependiente que se había
vuelto de su presencia en la oficina, y
saber que ella ahora ocupaba una
parte fundamental de su día a día.
La
mayoría de la gente necesitaba café
por las mañanas, él simplemente
necesitaba a Paula.

Cuando se inclinó hacia delante con
intención de tocarle la frente para
ver si tenía fiebre, se percató de que
los ojos los tenía enrojecidos e
hinchados. Como si hubiera estado…
llorando. ¿Qué demonios ocurría?
¿Qué podría haber pasado? ¿Qué era
lo que no le estaba contando?

Estuvo
muy tentado de despertarla y exigirle
saber qué narices le pasaba, pero no
la quiso molestar. Se la veía cansada.
Además de que tenía unas ojeras muy
marcadas. ¿Había estado así de
cansada la noche anterior? ¿Había
sido demasiado duro con ella?
¿Demasiado exigente? ¿Era él la razón
por la que estaba enferma?
El miedo se le aposentó en la boca
del estómago. ¿Estaba siendo su
relación demasiado absobernte para
ella? Pedro no podía prometerle ir
más despacio o darle más espacio.

En
vez de ir distanciándose conforme el
tiempo pasaba, por cada día que
pasaba, Paula se iba
convirtiendo en una necesidad más
abrumadora dentro de sí. El tiempo
solo iba a conseguir que su
desesperación por ella se intensificara
y no se aliviara. Sería estúpido volver
a pensar que permitir que otro
hombre la tocara iba a demostrar, de
alguna manera, que no era
emocionalmente dependiente de ella.
Que no le molestaba.

Él aún quería suplicarle que lo
perdonara cada vez que su mente
volvía a aquella noche en París. Ella
ya lo había perdonado, pero, solo con
recordar el momento, no podía evitar
caerse de rodillas al suelo.
No la merecía. Y eso lo sabía
muy bien. Pero no tenía la fuerza
suficiente para hacer lo correcto y
alejarla de él. Eso solo lo destrozaría.

Volvió otra vez a fruncir el ceño
cuando bajó la mirada hacia el reloj.
Había vuelto a casa más tarde de lo
que había pretendido en un principio.
Ya casi era la hora de cenar y
se preguntó si ella siquiera se habría
tomado algo para comer. Se dirigió
entonces a la cocina y encontró la
respuesta en la encimera. La bolsa
estaba intacta, y la caja de comida
sin abrir. Maldijo para sus
adentros. Necesitaba comer.

Rebuscó entre los armarios de la
cocina hasta encontrar una lata de
sopa. Su ama de llaves le dejaba
siempre las provisiones esenciales a
mano, y él le daba todos los viernes
una lista de la compra por si tenía
pensado cocinar algo durante el fin
de semana. Pero él no estaba tan a
menudo en casa como para tener la
despensa siempre llena.
Tras decidir que no tenía nada
adecuado, cogió el teléfono y llamó al
conserje para decirle lo que
necesitaba. Tras haberle asegurado
que se encargaría de ello de
inmediato, colgó y buscó en el
mueble de medicinas un termómetro
y la pertinente medicación.

El único problema era que no estaba
seguro de qué le podría pasar. Ni
siquiera sabía si tenía fiebre. Podría
ser un simple resfriado. Podría ser
un virus estomacal. ¿Cómo iba a
saberlo hasta que no le preguntara?
Decidió que podía esperar hasta que
se despertara —quería que ella
descansara todo lo que necesitara— y
volvió silenciosamente al salón. La
manta se había movido y le había
destapado la parte superior del
cuerpo, así que él se la subió hasta la
barbilla y luego volvió a arroparla.

A
continuación, la besó en la frente
para ver si tenía fiebre.

Estaba caliente, pero no demasiado. Y
la respiración parecía estar normal.
Se encaminó hasta la chimenea, avivó
las llamas y luego se fue al
dormitorio para cambiarse y ponerse
una ropa más cómoda mientras
esperaba a que la sopa de Paula
llegara.

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