martes, 23 de septiembre de 2014

Capitulo 105

—¿Qué narices estás haciendo? —
gritó Gonzalo.

Pedro giró la cabeza y se le
desvaneció por completo el
abotargamiento que lo consumía
cuando vio a Gonzalo y a Fabricio de pie en
la entrada y las puertas del ascensor
cerrándose detrás de ellos. Había
estado tan inmerso en la escena con
Paula que no había escuchado
siquiera llegar al ascensor. No se
enteró de que ellos estaban
ahí.

Ver el miedo que se reflejó en el
rostro de Paula fue como recibir
un puñetazo en las entrañas.

—Dios, Pedro. ¿Qué has hecho?
La voz horrorizada de Fabricio llegó
hasta los oídos de Pedro en el mismo
momento en que Gonzalo se le echaba
encima y le pegaba un puñetazo en la
mandíbula.

Salió disparado hacia atrás a la
vez que Paula pegaba un grito.
Se cayó al suelo con Gonzalo encima de
él. Su expresión era homicida y la
furia inundaba sus ojos. Y entonces
volvió a darle otro puñetazo.

El dolor comenzó a palpitarle en la
nariz. Sintió cómo rodaba por el
suelo, pero no luchó contra Gonzalo. No
podía.

Fabricio se inclinó sobre Paula con
preocupación e intentó desatarla
frenéticamente. Pedro habría ido
hacia ella, la habría ayudado para que
ambos pudieran explicárselo, pero
Gonzalo se lanzó sobre él y lo agarró
de la camisa. Lo levantó del suelo
mientras él se acercaba a su rostro.

—¿Cómo has podido? —gritó Gonzalo—.
¡Lo sabía! Maldito cabronazo hijo de
puta. No me puedo creer que le
hayas hecho esto a ella.

—Gonzalo, por el amor de Dios —soltó
Pedro—. Déjame que te lo explique.

—Cállate. ¡Solo cállate! ¿Qué narices
quieres explicar? ¡Por Dios! ¿Cómo
has podido hacer esto? ¿Así es
como quieres que piense que
funcionan las relaciones? ¿Quieres
que piense que todos tus deseos
retorcidos son normales? ¿Y qué pasa
cuando te canses de ella tal y como
te cansas de todas las mujeres?
¿Entonces qué, eh? ¿Que se vaya con
otro tío en busca de algo como esto y
deje que el cabrón abuse de ella?

La culpa se apoderó de Pedro hasta
tal punto que no pudo ni devolverle
la mirada. Cada palabra, cada
acusación, era como sentirse
apuñalado en el alma. La fatiga lo
asaltó porque gran parte de lo que
había dicho Gonzalo era verdad. Se
había aprovechado de Paula. La
había presionado. Se había adueñado
de su vida y había permitido que
soportara un dolor y una humillación
inimaginables. Sin mencionar el
estrés emocional de mantener en
secreto algo tan grande como esto de
su única familia.

Dios, no la merecía. No se merecía su
dulzura. No merecía bañarse en su
luz, ni que le iluminara el mundo
entero con su preciosa sonrisa.
Desde el principio lo había hecho mal
con ella. El maldito contrato. Los
secretos. La forma en que la había
tratado. Y ahora era responsable del
enorme distanciamiento que se había
formado entre su hermano y ella, y también él. Un distanciamiento
del que podrían no recuperarse
nunca.

Pedro se puso en la piel de Gonzalo y
Fabricio durante un breve instante y se
imaginó en la cabeza la escena en la
que habían irrumpido. Se imaginó lo
que debería parecer para ellos. La
hermanita pequeña de Gonzalo, atada y
amarrada, indefensa mientras
usaba una fusta contra su trasero.
Había líneas y marcas rojas por todo
su culo.
Se encogió porque sabía que no había
forma de que ellos entendieran lo
que de verdad estaba pasando.

Reconoció que estaba ya crucificado
ante sus ojos. Y no los podía culpar.
Se sentía avergonzado por haber
puesto a Paula en una posición
en la que podía parecer que estaba
abusando de ella y tratándola mal.
Paula se merecía mucho más. Se
merecía a alguien que la tratara como
una princesa, como el gran tesoro
que era. No a un cabrón retorcido y
ensimismado como él.

—¿Cómo has podido aprovecharte de
ella de esa forma? —soltó Gonzalo
encolerizado—. ¿Cómo has podido
ofrecerle un trabajo y ponerla en la
situación en la que se piense que
tiene que hacer todo lo que quieras
porque tienes más poder que ella? Te
mataré por esto. Ya no tienes respeto
por ella, ni por nuestra amistad. No
eres el hombre que pensé que
conocía.

Pedro cerró los ojos, se sentía
enfermo hasta decir «basta». Gonzalo
estaba metiendo el dedo en la llaga,
cada palabra que había soltado lo
había golpeado en las entrañas. Sabía
que tenía razón. No tenía nada
con lo que defenderse. Nada.
Sabía que no la había tratado
bien. No le había mostrado el respeto
que se merecía. Dios, ¿y si se había
sentido como si tuviera que aceptarlo
todo porque simplemente trabajaba
para él? ¿Porque su obsesión con ella
era tan fuerte e intensa que no le
dejaba elegir por sí misma? Se había
adueñado de su vida, y de su cuerpo.
La había consumido hasta que no
había quedado nada.

Lo que más había temido —coger
tanto de ella que un día terminara
por no haber nada, o cambiarla por
entero solo para complacerle—
estaba ocurriendo.
Ella había estado totalmente
disgustada y traumatizada por lo que
había pasado en París. Y todo había
sido por su culpa. Paula en un
principio había accedido a todo ello
en vez de negarse porque había
firmado ese maldito contrato y le
había cedido todos sus derechos.

Se había sentido obligada a ello.
Como si no tuviera elección. Sí, le
había dicho que podría decirle «no»,
¿pero a coste de qué?
¿A qué más cosas la iba a tener que
forzar?

—Te juro por Dios que nunca te voy a
perdonar por esto —le dijo Gonzalo con
voz ronca—. Me la voy a llevar de
aquí y tú te vas a mantener bien
alejado de ella. Ni se te ocurra volver
a intentar contactar con ella.
Olvídala. Olvida que existe siquiera.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario